viernes, 22 de junio de 2012

Metauro


Cuando divisé el estandarte de la Legión supe que mediríamos fuerzas con las huestes romanas de nuevo. No esperábamos encontrar hostilidad hasta unir nuestras fuerzas en Umbría. Tras meses de marcha atravesando los montes de la galia, y toda Hispania, supe que mi destino me deparaba la gloria a lomos de ese corcel hispano que había sido mi inseparable compañero de viaje en los últimos años. Era como si nuestras almas se hubieran fusionado en una sola. Empuñaba con fuerza el acero de mi espada hasta sentir dolor en los nudillos, comprendí la furia con la que me enfrentaba a aquellos malditos soldados a las puertas de la mismísima ciudad de Roma. El camino fue largo y pesado para vengar la afrenta de la humillación de los tributos que nos hicieron pagar.

¡No podemos fallar a Aníbal ni a nuestro glorioso pueblo!- me repetía una y otra vez en mi interior.
La tensión de los mercenarios hispanos me causaba repulsa y vergüenza, podía percibir desde la distancia el nauseabundo olor a miedo que emanaba de sus poros. No comprenden la invencibilidad de Cartago ni conocen la gloria de mi hermano Aníbal Barca. Cuando demos muerte al enemigo y hayamos acabado con Roma, me encargaré de entregar su alma a Baal Hammón.
Confío en mi pueblo y en la ayuda que recibiremos tras las derrotas en Hispania. Debemos aniquilar cualquier esperanza de Roma desde el corazón de su vasto imperio. Por ello nos encontramos a las puertas de una hazaña histórica, por ello nuestro honor va a ser juzgado en el campo de batalla y alzado al paraíso de la deidad Tanit.
Mis hombres me aseguran que alguien importante ha llegado a filas en el enemigo, de tratarse de un nuevo cónsul, nuestras opciones de victoria se verían seriamente mermadas. ¿Acaso sabrían de nuestros planes?, ¿debemos cuidarnos de algún traidor?.
La jornada ha estado marcada por la visita de los emisarios de Marco Livio. Creo que traman algo, me pareció vislumbrar el rencor en sus ojos. Intuyo que saben algo y nos llevan ventaja por ello. ¿Sabrán del acaecer de las tropas de Aníbal? Hace más de doce noches que enviamos tres soldados al encuentro de nuestro general y aún no tenemos nuevas.

En el campo de batalla mi orgullo me impide ser cauto, en el lugar de privilegio de las falanges, mi corazón sólo sabe palpitar enérgicamente por el honor de nuestras gentes y en ese entusiasmo me encuentro, para dar muerte a los hombres que sin gloria blandirán sus espadas y derramarán su sangre por un pueblo sin futuro ni victoria.
      Toda la furia de las grandes bestias caerá sobre ellos al alba, destruyendo sus primeras líneas para que nuestra infantería y caballería arrase a esos bastardos hasta desposeerlos de vida. Ansío el momento de verlos morir exentos de dignidad a manos del mejor ejercito jamás formado, a manos de Cartago...

Fragmento manuscrito de Asdrúbal Barca en vísperas de morir a manos de las Legiones de Marco Livio Salinator en colaboración con los refuerzos de Cayo Claudio Nerón en la decisiva Batalla de Metauro, en el marco de la Segunda Guerra Púnica, hacia el año 207 a.C. Le fue entregada a Aníbal el Cartaginés junto con la cabeza de su hermano, obligándole a retirarse a las montañas y terminando así un asedio que duró dieciséis años en la península Itálica y la mayor amenaza sufrida por Roma en toda la historia de su poderoso imperio.

martes, 19 de junio de 2012

Programa Lebensborn


             Aquella mañana se encontraba cansada, después del parto y la lactancia, sus fuerzas habían menguado hasta hacerse tan escasas que apenas era capaz de soportar el peso de su cuarto vástago entre sus débiles brazos. El clima había cambiado hasta helar en los fríos bosques de Steinhöring. Rodeada de cunas, miraba con anhelo por las escarchadas vidrieras que daban al patio norte de Heim Hochland, mientras evocaba la imagen de sus padres en torno a la marmita de guiso de caza a pleno rendimiento de las brasas y cómo aromatizaba el hogar dando el acogedor confort que tanto echaba de menos. Recordaba los tirones que enérgicamente servían para desenredar sus finos cabellos como un suceso traumático hasta que, encinta y desorientada, decidió pedir ayuda a Helga Steiner en aquel hospicio de maternidad. El exhaustivo reconocimiento al que fue sometida a su llegada por parte del doctor Von Schümann hacía presagiar un humillador sometimiento y una carencia de empatía por parte de aquellos galenos de blancas batas y brazaletes Sturmbinde. Sólo desde el convencimiento de una pureza racial sería aceptada bajo el amparo de aquellos que regían aquellos sombríos hogares presididos por la negra bandera de la doble S.
                Sus cobrizos cabellos y sus ojos color cobalto habían sido definitivos para ser un número más en aquel orfanato y ser considerada racial y biológica-hereditariamente valiosa. El infierno debía ser un terrón dulce en manos de un niño a la hora de la merienda en comparación con aquellos cuatro años al abrigo de la señorita Steiner. Estricta, autoritaria y de modales toscos, se había convertido en el azote de aquellas mujeres que osaran pensar de manera contraria al régimen allí establecido. Aún podía recordar los alaridos de aquella joven de Oberding atronando en los pasillos y el posterior silencio tras contravenir una de sus múltiples ordenanzas. Nunca volvieron a saber de ella.
                Sus obligaciones se habían limitado a lactar a sus hijos y, únicamente, en días soleados gozaba del permiso para pasear entre los jardines en compañía de otras mujeres procedentes del distrito y cuya experiencia vital les había conducido al mismo destino. Muchas de ellas eran mujeres de los miembros de la Schutzstaffel y otras, como ella, eran espectros caricaturizados de sus propios egos, cuyo cometido estaba restringido a  la reproducción sistemática en aras de la germanización de la raza. Se sentía vacía, sola, triste y taciturna por la infausta ventura que de ella había sido.
                A pesar del hastío, el desasosiego se apoderaba de si, pues habían transcurrido cuarenta días tras el alumbramiento de Steffan y calculaba un nuevo encuentro carnal con alguno de los soldados que periódicamente asistían con el propósito de la concepción, presos de los exaltados convencimientos de la promoción del crecimiento de una raza superior a través del programa de reproducción asistida que allí se perpetraba. Ella sólo era un insignificante eslabón de ese siniestro entramado ideado por Hitler y dirigido con mano de hierro por el Reichfürher-SS. En el ocaso del día, la puerta de su aposento hizo chirriar con vehemencia las desvencijadas bisagras. Era, sin duda, el sonido de lo inevitable. A través de las sombras pudo vislumbrar la tétrica silueta de la señorita Helga Steiner, acompañada de un alto caballero ataviado con una gorra negra decorada con una calavera, incólume uniforme y lustrosas botas altas de campaña, al tiempo que entonaban a coro un sonoro:  ¡Heil Hitler!.
               

                Desde 1936, más de una veintena de hogares Lebensborn fueron implementados en la Alemania Nazi y los territorios ocupados, siendo Noruega y Polonia los países donde mayor transcendencia ocupó el programa de eugenesia del ideario nacionalsocialista fuera de sus fronteras. Alrededor de 8000 niños nacieron fruto del programa Lebensborn en Alemania y otros 10000 en Noruega. El objetivo era llegar a los 120 millones de pobladores nórdicos/germanos de raza aria pura. Los miembros participantes ascendían a 8000 en 1939, entre los cuales se encontraban 3500 soldados de las Waffen-SS de membresía obligatoria. Otra práctica habitual era el secuestro sistemático de niños para su germanización. Se cree que sólo en Polonia, más de 100000 niños fueron arrancados de los brazos de sus padres para tal propósito. Se estimó que de un total de 250000 niños raptados y mandados a la fuerza a Alemania, solo regresaron 25000 con sus familias. Los niños nacidos en hogares Lebensborn y las madres de origen Noruego sufrieron el rechazo de la sociedad de postguerra, y otros muchos niños rehusaron volver con sus familias de origen.

Carpe Diem


                  El primer rayo de luz atravesaba las cortinas de lino blancas descuidadamente colocadas  y se reflejaba directamente en el espejo de la cómoda situada a la derecha de su cama. Como cada día, el ritual exigía una ducha mientras, mentalmente, repasaba cada balda del armario intentando casar las prendas con las que vestir su delgado cuerpo. Había decidido portar un viejo pantalón vaquero blanco que realzara sus largas piernas, una blusa turquesa y sobre ésta, una rebeca negra. En el cuello, un pañuelo beige sería el artefacto que ocultase su timidez. Su personalidad recatada y su educación exquisita quedaban patentes en su forma de vestir. Elegante, a la par que sugerente. Discreción, a la vez que insinuación. Sólo ella era capaz de conjugar con tanta fidelidad aspectos tan opuestos y que despertaban el interés de aquellos que más la conocían.  Su personalidad era definitiva para completar su compleja red de seducción. La vehemencia de sus gestos era cautivadora, su mirada provocativa y su personalidad autosuficiente. Siempre ordenada, meticulosa, cuidaba los detalles con esmero, casi con pueril obsesión. El tiempo parecía haberse detenido en su semblante, mantenía la piel tersa en combinación con la candidez de sus rasgos.
                Salió de casa tras administrar con sorprendente destreza unas gotas de perfume Cartier sobre la delicada piel de su cuello, al tiempo que cogía su bolso y lo llenaba con sus efectos personales. Esa mañana se iniciaba con el turbador pálpito de quién espera la perniciosa comunicación de una mala nueva. Su visita a la consulta del doctor para recoger los resultados de las pruebas a las que se había sometido, hacía que un aterrador escalofrío recorriese todo su cuerpo. Mientras conducía, recordaba sus primeros años en compañía de toda su familia conmemorando la Navidad, rodeada de sus hermanos al tiempo que cantaban los acordes de las canciones infantiles y villancicos que inundaban de felicidad cada rincón de su casa y daban armonía a ese sentimiento de amor que teñía el lienzo familiar. Tenía tiempo para pensar en las confidencias, juegos y risas experimentadas con sus amigas, al igual que el primer beso que ese descarado niño le robó, con el único ánimo de engrandecer su estatus. Recordaba sus años de estudio en la universidad con el agrado habitual de quién ha disfrutado al máximo las vivencias pasadas y, casi sin darse cuenta estaba en la sala de espera de la clínica.     
                Una voz estridente vociferó su nombre desde la sala contigua y haciendo acopio de fuerzas se esmeró por desarrollar el automatismo de la marcha sin aparentar el sobreesfuerzo que estaba realizando para movilizar sus extremidades inferiores. Inspiró, y no pudo evitar que sus ojos se enjugaran de lágrimas. Tras la puerta se encontró con la estampa solemne del despacho del galeno, elegantemente aderezado con multitud de credenciales enmarcados sobre rojiza y distinguida madera de cedro.

                -Tome asiento por favor-le ordenó el médico.

                Se sentó con asombrosa torpeza y presa de los nervios  se apresuró a escuchar al doctor, que abría lentamente la carpeta decorada con su nombre en grandes letras mayúsculas en su portada. Tras un vistazo rápido a los folios de su interior, el médico viró su fisionomía a ese aspecto dramático que no pudo ocultar y espetó:

                -Se confirma el diagnóstico, le prestaremos ayuda y asesoramiento en todo aquello que necesite.

                En sus últimos días de vida comprendió la importancia de valorar aquellas cosas que siempre había frivolizado y que tan poco le quedaba por disfrutar. Aquellos últimos días supusieron para ella la certeza de haber vivido entregada al hedonismo y alejada del altruismo. Aunque responsable, le quedaba la desazón de no haber dedicado parte de su tiempo a los necesitados o de una entrega plena a su familia. Con la premura del tiempo sirviendo de yugo sobre su vida, fue consciente de lo errático de su satisfacción vital, pero ya no tenía tiempo para cambiarlo.

martes, 17 de abril de 2012

Der Herbst


               Hermann sabía que el único lugar donde podía abstraerse del yugo de la lealtad era el lúgubre apartamento localizado en los suburbios. Aquel lugar donde disfrutar la disoluta vida que anhelaba, alejada de los juramentos de obediencia y donde daba rienda suelta a los impulsos más primarios con esa extranjera de largos cabellos morenos que se había convertido en medio para alcanzar las perversiones que habitaban en su infantil personalidad. Sus vivencias con aquella muchacha de ojos tristes y desgarbada figura no eran más que un trasunto de la situación social de aquellos últimos días, donde cohabitaban la traición, la muerte y la ruindad. Una situación extrema desenmascara el verdadero carácter del ser humano. Ese era el pensamiento que atormentaba al reputado oficial y ese pensamiento le perseguía ante cada acto de vileza humana, infamias que se convertían en habituales en los círculos en los que se movía. Se azoraba cada vez que por su cabeza transitaba la idea de la ignominia de su comportamiento. Se había convertido en ingrediente fundamental en ese plato de perjurio y felonía, y se odiaba por ello.
                En esos días, Berlín se encontraba bajo el cerco comunista. No había dudado en desertar ante la idea de ser capturado y quién sabe si torturado hasta la muerte.  Atrás quedaban sus recuerdos de la Batalla de Jarkov, sus días como edecán del propio Fürher, atrás quedaba esa relación servil con el oficial de salud enfermiza y redondos anteojos. Ahora solo importaba embriagar su intelecto. Sólo así podía eludir esas ensoñaciones lastimosas en las que aquellos condenados judíos se resistían a ser presa de la guadaña. Evocaciones del subconsciente que atormentaban su capacidad de raciocinio hasta limitarla al leve lamento de un exangüe moribundo.
                Bajo los efectos del frío champán, pudo percibir el estruendo procedente de la puerta, sobresaltado por lo inusual del acontecimiento, aunque atenuado por su estado de embriaguez y por el éxtasis que alcanzaba gracias a esa delicada muchacha. Al instante, dos Rottenfürher de las SS se encargaban de detener a Hermann, obligándolo a vestir con su uniforme descuidadamente dispuesto en el suelo de la estancia principal. El palpitar enérgico de su corazón y el trasudado de su frente despejada eran signos externos de su angustia interior, consciente del destino que le aguardaba. Al atravesar la puerta cautivo, pudo escuchar el bramido cruel de una Luger en el dormitorio. Era conducido al bunker donde le esperaba el semblante frío e implacable del General Müller, quién en tono firme le hacía una pregunta tras otra. Su percepción distorsionada de las mismas y el balbuceo titubeante agotaba la paciencia del general. Un soldado SS vaciaba el cargador de su MP40, pagando así el alto precio de la traición en un escenario de terror que poco a poco alcanzaba su dantesco final.

sábado, 31 de marzo de 2012

Don nadie



               El arrebatador efluvio de su pueril carácter impregnaba su identidad. Hacía caso omiso a las recomendaciones de sus seres queridos, al tiempo que se empeñaba en perpetuar una soledad febril que cercenaba un temperamento jovial y otrora alegre. Se transformaba en hastío, se tornaba desidia y apatía. Su mundo se había limitado a él mismo, aunque se empeñara en no verlo. La espiral del desamparo se alzaba imponente y el vértigo de dicha espiral alcanzaba un colosal papel en su turbada mente. Sus pensamientos lograban asueto en el discurso de lo imposible, en la placentera sensación de aquello que colmaba sus atenuadas ilusiones y en lo cautivador de lo prohibido. El resto del tiempo lo empleaba en saciar de sombras aquellos recovecos que antaño eran luces vívidas, jubilosas y esperanzadoras.
                La decisión estaba tomada, ya no confiaba en obtener fuerzas para arrepentirse de lo que iba a cometer. La confianza en los demás había mermado hasta alcanzar dimensiones triviales, del mismo modo en que mengua un cubo de hielo con la cadencia inevitable del segundero. Tomó asiento sobre un sillón de oficina tapizado en cuero negro, recogió todos los papeles que en un ordenado desorden había acumulado en la última semana y leyó las últimas cartas que había recibido. Se ajustaba la corbata mientras entonaba un rezo con los ojos vidriosos. La flexión de su dedo índice derecho suponía la consumación del deseo de apagar un sufrimiento que no había conseguido subyugar en las últimas semanas. Sobre la gran mesa de madera natural yacía inerte. Atrás quedaba el desagradable sabor metálico del frío cañón, el aterrador estruendo del percutor y una vida marcada por el inconformismo.