martes, 17 de abril de 2012

Der Herbst


               Hermann sabía que el único lugar donde podía abstraerse del yugo de la lealtad era el lúgubre apartamento localizado en los suburbios. Aquel lugar donde disfrutar la disoluta vida que anhelaba, alejada de los juramentos de obediencia y donde daba rienda suelta a los impulsos más primarios con esa extranjera de largos cabellos morenos que se había convertido en medio para alcanzar las perversiones que habitaban en su infantil personalidad. Sus vivencias con aquella muchacha de ojos tristes y desgarbada figura no eran más que un trasunto de la situación social de aquellos últimos días, donde cohabitaban la traición, la muerte y la ruindad. Una situación extrema desenmascara el verdadero carácter del ser humano. Ese era el pensamiento que atormentaba al reputado oficial y ese pensamiento le perseguía ante cada acto de vileza humana, infamias que se convertían en habituales en los círculos en los que se movía. Se azoraba cada vez que por su cabeza transitaba la idea de la ignominia de su comportamiento. Se había convertido en ingrediente fundamental en ese plato de perjurio y felonía, y se odiaba por ello.
                En esos días, Berlín se encontraba bajo el cerco comunista. No había dudado en desertar ante la idea de ser capturado y quién sabe si torturado hasta la muerte.  Atrás quedaban sus recuerdos de la Batalla de Jarkov, sus días como edecán del propio Fürher, atrás quedaba esa relación servil con el oficial de salud enfermiza y redondos anteojos. Ahora solo importaba embriagar su intelecto. Sólo así podía eludir esas ensoñaciones lastimosas en las que aquellos condenados judíos se resistían a ser presa de la guadaña. Evocaciones del subconsciente que atormentaban su capacidad de raciocinio hasta limitarla al leve lamento de un exangüe moribundo.
                Bajo los efectos del frío champán, pudo percibir el estruendo procedente de la puerta, sobresaltado por lo inusual del acontecimiento, aunque atenuado por su estado de embriaguez y por el éxtasis que alcanzaba gracias a esa delicada muchacha. Al instante, dos Rottenfürher de las SS se encargaban de detener a Hermann, obligándolo a vestir con su uniforme descuidadamente dispuesto en el suelo de la estancia principal. El palpitar enérgico de su corazón y el trasudado de su frente despejada eran signos externos de su angustia interior, consciente del destino que le aguardaba. Al atravesar la puerta cautivo, pudo escuchar el bramido cruel de una Luger en el dormitorio. Era conducido al bunker donde le esperaba el semblante frío e implacable del General Müller, quién en tono firme le hacía una pregunta tras otra. Su percepción distorsionada de las mismas y el balbuceo titubeante agotaba la paciencia del general. Un soldado SS vaciaba el cargador de su MP40, pagando así el alto precio de la traición en un escenario de terror que poco a poco alcanzaba su dantesco final.

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