Hermann sabía que el único
lugar donde podía abstraerse del yugo de la lealtad era el lúgubre apartamento
localizado en los suburbios. Aquel lugar donde disfrutar la disoluta vida que
anhelaba, alejada de los juramentos de obediencia y donde daba rienda suelta a los
impulsos más primarios con esa extranjera de largos cabellos morenos que se
había convertido en medio para alcanzar las perversiones que habitaban en su
infantil personalidad. Sus vivencias con aquella muchacha de ojos tristes y
desgarbada figura no eran más que un trasunto de la situación social de
aquellos últimos días, donde cohabitaban la traición, la muerte y la ruindad.
Una situación extrema desenmascara el verdadero carácter del ser humano. Ese
era el pensamiento que atormentaba al reputado oficial y ese pensamiento le
perseguía ante cada acto de vileza humana, infamias que se convertían en
habituales en los círculos en los que se movía. Se azoraba cada vez que por su
cabeza transitaba la idea de la ignominia de su comportamiento. Se había
convertido en ingrediente fundamental en ese plato de perjurio y felonía, y se
odiaba por ello.
En esos días, Berlín se encontraba bajo el cerco
comunista. No había dudado en desertar ante la idea de ser capturado y quién
sabe si torturado hasta la muerte. Atrás
quedaban sus recuerdos de la Batalla de Jarkov, sus días como edecán del propio
Fürher, atrás quedaba esa relación servil con el oficial de salud enfermiza y
redondos anteojos. Ahora solo importaba embriagar su intelecto. Sólo así podía
eludir esas ensoñaciones lastimosas en las que aquellos condenados judíos se
resistían a ser presa de la guadaña. Evocaciones del subconsciente que
atormentaban su capacidad de raciocinio hasta limitarla al leve lamento de un
exangüe moribundo.
Bajo los efectos del frío champán, pudo percibir el
estruendo procedente de la puerta, sobresaltado por lo inusual del
acontecimiento, aunque atenuado por su estado de embriaguez y por el éxtasis
que alcanzaba gracias a esa delicada muchacha. Al instante, dos Rottenfürher de
las SS se encargaban de detener a Hermann, obligándolo a vestir con su uniforme
descuidadamente dispuesto en el suelo de la estancia principal. El palpitar
enérgico de su corazón y el trasudado de su frente despejada eran signos
externos de su angustia interior, consciente del destino que le aguardaba. Al
atravesar la puerta cautivo, pudo escuchar el bramido cruel de una Luger en el
dormitorio. Era conducido al bunker donde le esperaba el semblante frío e
implacable del General Müller, quién en tono firme le hacía una pregunta tras
otra. Su percepción distorsionada de las mismas y el balbuceo titubeante agotaba
la paciencia del general. Un soldado SS vaciaba el cargador de su MP40, pagando
así el alto precio de la traición en un escenario de terror que poco a poco
alcanzaba su dantesco final.
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