El arrebatador efluvio de su
pueril carácter impregnaba su identidad. Hacía caso omiso a las recomendaciones
de sus seres queridos, al tiempo que se empeñaba en perpetuar una soledad febril
que cercenaba un temperamento jovial y otrora alegre. Se transformaba en
hastío, se tornaba desidia y apatía. Su mundo se había limitado a él mismo,
aunque se empeñara en no verlo. La espiral del desamparo se alzaba imponente y
el vértigo de dicha espiral alcanzaba un colosal papel en su turbada mente. Sus
pensamientos lograban asueto en el discurso de lo imposible, en la placentera
sensación de aquello que colmaba sus atenuadas ilusiones y en lo cautivador de
lo prohibido. El resto del tiempo lo empleaba en saciar de sombras aquellos recovecos
que antaño eran luces vívidas, jubilosas y esperanzadoras.
La decisión estaba tomada, ya no confiaba en obtener
fuerzas para arrepentirse de lo que iba a cometer. La confianza en los demás
había mermado hasta alcanzar dimensiones triviales, del mismo modo en que
mengua un cubo de hielo con la cadencia inevitable del segundero. Tomó asiento
sobre un sillón de oficina tapizado en cuero negro, recogió todos los papeles
que en un ordenado desorden había acumulado en la última semana y leyó las
últimas cartas que había recibido. Se ajustaba la corbata mientras entonaba un
rezo con los ojos vidriosos. La flexión de su dedo índice derecho suponía la
consumación del deseo de apagar un sufrimiento que no había conseguido subyugar
en las últimas semanas. Sobre la gran mesa de madera natural yacía inerte. Atrás
quedaba el desagradable sabor metálico del frío cañón, el aterrador estruendo
del percutor y una vida marcada por el inconformismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario