sábado, 31 de marzo de 2012

Don nadie



               El arrebatador efluvio de su pueril carácter impregnaba su identidad. Hacía caso omiso a las recomendaciones de sus seres queridos, al tiempo que se empeñaba en perpetuar una soledad febril que cercenaba un temperamento jovial y otrora alegre. Se transformaba en hastío, se tornaba desidia y apatía. Su mundo se había limitado a él mismo, aunque se empeñara en no verlo. La espiral del desamparo se alzaba imponente y el vértigo de dicha espiral alcanzaba un colosal papel en su turbada mente. Sus pensamientos lograban asueto en el discurso de lo imposible, en la placentera sensación de aquello que colmaba sus atenuadas ilusiones y en lo cautivador de lo prohibido. El resto del tiempo lo empleaba en saciar de sombras aquellos recovecos que antaño eran luces vívidas, jubilosas y esperanzadoras.
                La decisión estaba tomada, ya no confiaba en obtener fuerzas para arrepentirse de lo que iba a cometer. La confianza en los demás había mermado hasta alcanzar dimensiones triviales, del mismo modo en que mengua un cubo de hielo con la cadencia inevitable del segundero. Tomó asiento sobre un sillón de oficina tapizado en cuero negro, recogió todos los papeles que en un ordenado desorden había acumulado en la última semana y leyó las últimas cartas que había recibido. Se ajustaba la corbata mientras entonaba un rezo con los ojos vidriosos. La flexión de su dedo índice derecho suponía la consumación del deseo de apagar un sufrimiento que no había conseguido subyugar en las últimas semanas. Sobre la gran mesa de madera natural yacía inerte. Atrás quedaba el desagradable sabor metálico del frío cañón, el aterrador estruendo del percutor y una vida marcada por el inconformismo.