El primer rayo de luz
atravesaba las cortinas de lino blancas descuidadamente colocadas y se reflejaba directamente en el espejo de
la cómoda situada a la derecha de su cama. Como cada día, el ritual exigía una
ducha mientras, mentalmente, repasaba cada balda del armario intentando casar
las prendas con las que vestir su delgado cuerpo. Había decidido portar un
viejo pantalón vaquero blanco que realzara sus largas piernas, una blusa
turquesa y sobre ésta, una rebeca negra. En el cuello, un pañuelo beige sería
el artefacto que ocultase su timidez. Su personalidad recatada y su educación
exquisita quedaban patentes en su forma de vestir. Elegante, a la par que
sugerente. Discreción, a la vez que insinuación. Sólo ella era capaz de
conjugar con tanta fidelidad aspectos tan opuestos y que despertaban el interés
de aquellos que más la conocían. Su
personalidad era definitiva para completar su compleja red de seducción. La
vehemencia de sus gestos era cautivadora, su mirada provocativa y su
personalidad autosuficiente. Siempre ordenada, meticulosa, cuidaba los detalles
con esmero, casi con pueril obsesión. El tiempo parecía haberse detenido en su
semblante, mantenía la piel tersa en combinación con la candidez de sus rasgos.
Salió de casa tras administrar con sorprendente
destreza unas gotas de perfume Cartier sobre la delicada piel de su cuello, al
tiempo que cogía su bolso y lo llenaba con sus efectos personales. Esa mañana
se iniciaba con el turbador pálpito de quién espera la perniciosa comunicación
de una mala nueva. Su visita a la consulta del doctor para recoger los
resultados de las pruebas a las que se había sometido, hacía que un aterrador
escalofrío recorriese todo su cuerpo. Mientras conducía, recordaba sus primeros
años en compañía de toda su familia conmemorando la Navidad, rodeada de sus
hermanos al tiempo que cantaban los acordes de las canciones infantiles y
villancicos que inundaban de felicidad cada rincón de su casa y daban armonía a
ese sentimiento de amor que teñía el lienzo familiar. Tenía tiempo para pensar
en las confidencias, juegos y risas experimentadas con sus amigas, al igual que
el primer beso que ese descarado niño le robó, con el único ánimo de
engrandecer su estatus. Recordaba sus años de estudio en la universidad con el
agrado habitual de quién ha disfrutado al máximo las vivencias pasadas y, casi
sin darse cuenta estaba en la sala de espera de la clínica.
Una voz estridente vociferó su nombre desde la sala
contigua y haciendo acopio de fuerzas se esmeró por desarrollar el automatismo
de la marcha sin aparentar el sobreesfuerzo que estaba realizando para
movilizar sus extremidades inferiores. Inspiró, y no pudo evitar que sus ojos
se enjugaran de lágrimas. Tras la puerta se encontró con la estampa solemne del
despacho del galeno, elegantemente aderezado con multitud de credenciales
enmarcados sobre rojiza y distinguida madera de cedro.
-Tome asiento por favor-le ordenó el médico.
Se sentó con asombrosa torpeza y presa de los
nervios se apresuró a escuchar al doctor,
que abría lentamente la carpeta decorada con su nombre en grandes letras
mayúsculas en su portada. Tras un vistazo rápido a los folios de su interior,
el médico viró su fisionomía a ese aspecto dramático que no pudo ocultar y
espetó:
-Se confirma el diagnóstico, le prestaremos ayuda y
asesoramiento en todo aquello que necesite.
En sus últimos días de vida comprendió la importancia
de valorar aquellas cosas que siempre había frivolizado y que tan poco le
quedaba por disfrutar. Aquellos últimos días supusieron para ella la certeza de
haber vivido entregada al hedonismo y alejada del altruismo. Aunque
responsable, le quedaba la desazón de no haber dedicado parte de su tiempo a
los necesitados o de una entrega plena a su familia. Con la premura del tiempo
sirviendo de yugo sobre su vida, fue consciente de lo errático de su
satisfacción vital, pero ya no tenía tiempo para cambiarlo.
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