Aquella mañana se encontraba
cansada, después del parto y la lactancia, sus fuerzas habían menguado hasta
hacerse tan escasas que apenas era capaz de soportar el peso de su cuarto
vástago entre sus débiles brazos. El clima había cambiado hasta helar en los
fríos bosques de Steinhöring. Rodeada de cunas, miraba con anhelo por las
escarchadas vidrieras que daban al patio norte de Heim Hochland, mientras
evocaba la imagen de sus padres en torno a la marmita de guiso de caza a pleno
rendimiento de las brasas y cómo aromatizaba el hogar dando el acogedor confort
que tanto echaba de menos. Recordaba los tirones que enérgicamente servían para
desenredar sus finos cabellos como un suceso traumático hasta que, encinta y
desorientada, decidió pedir ayuda a Helga Steiner en aquel hospicio de
maternidad. El exhaustivo reconocimiento al que fue sometida a su llegada por
parte del doctor Von Schümann hacía presagiar un humillador sometimiento y una
carencia de empatía por parte de aquellos galenos de blancas batas y brazaletes
Sturmbinde. Sólo desde el convencimiento de una pureza racial sería aceptada
bajo el amparo de aquellos que regían aquellos sombríos hogares presididos por
la negra bandera de la doble S.
Sus
cobrizos cabellos y sus ojos color cobalto habían sido definitivos para ser un
número más en aquel orfanato y ser considerada racial y
biológica-hereditariamente valiosa. El infierno debía ser un terrón dulce en
manos de un niño a la hora de la merienda en comparación con aquellos cuatro
años al abrigo de la señorita Steiner. Estricta, autoritaria y de modales
toscos, se había convertido en el azote de aquellas mujeres que osaran pensar
de manera contraria al régimen allí establecido. Aún podía recordar los
alaridos de aquella joven de Oberding atronando en los pasillos y el posterior
silencio tras contravenir una de sus múltiples ordenanzas. Nunca volvieron a
saber de ella.
Sus
obligaciones se habían limitado a lactar a sus hijos y, únicamente, en días
soleados gozaba del permiso para pasear entre los jardines en compañía de otras
mujeres procedentes del distrito y cuya experiencia vital les había conducido
al mismo destino. Muchas de ellas eran mujeres de los miembros de la
Schutzstaffel y otras, como ella, eran espectros caricaturizados de sus propios
egos, cuyo cometido estaba restringido a la reproducción sistemática en aras de la
germanización de la raza. Se sentía vacía, sola, triste y taciturna por la
infausta ventura que de ella había sido.
A
pesar del hastío, el desasosiego se apoderaba de si, pues habían transcurrido
cuarenta días tras el alumbramiento de Steffan y calculaba un nuevo encuentro
carnal con alguno de los soldados que periódicamente asistían con el propósito
de la concepción, presos de los exaltados convencimientos de la promoción del
crecimiento de una raza superior a través del programa de reproducción asistida
que allí se perpetraba. Ella sólo era un insignificante eslabón de ese
siniestro entramado ideado por Hitler y dirigido con mano de hierro por el
Reichfürher-SS. En el ocaso del día, la puerta de su aposento hizo chirriar con
vehemencia las desvencijadas bisagras. Era, sin duda, el sonido de lo
inevitable. A través de las sombras pudo vislumbrar la tétrica silueta de la
señorita Helga Steiner, acompañada de un alto caballero ataviado con una gorra
negra decorada con una calavera, incólume uniforme y lustrosas botas altas de
campaña, al tiempo que entonaban a coro un sonoro: ¡Heil Hitler!.
Desde
1936, más de una veintena de hogares Lebensborn fueron implementados en la
Alemania Nazi y los territorios ocupados, siendo Noruega y Polonia los países
donde mayor transcendencia ocupó el programa de eugenesia del ideario
nacionalsocialista fuera de sus fronteras. Alrededor de 8000 niños nacieron
fruto del programa Lebensborn en Alemania y otros 10000 en Noruega. El objetivo
era llegar a los 120 millones de pobladores nórdicos/germanos de raza aria
pura. Los miembros participantes ascendían a 8000 en 1939, entre los cuales se
encontraban 3500 soldados de las Waffen-SS de membresía obligatoria. Otra
práctica habitual era el secuestro sistemático de niños para su germanización.
Se cree que sólo en Polonia, más de 100000 niños fueron arrancados de los
brazos de sus padres para tal propósito. Se estimó que de un total de 250000
niños raptados y mandados a la fuerza a Alemania, solo regresaron 25000 con sus
familias. Los niños nacidos en hogares Lebensborn y las madres de origen
Noruego sufrieron el rechazo de la sociedad de postguerra, y otros muchos niños
rehusaron volver con sus familias de origen.
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