martes, 27 de diciembre de 2011

El amor como guión en el teatro de la vida



          Sus dorados cabellos resaltaban lo fino de sus rasgos sobre su tez mortecina llena de vida. La expresión vivaracha de sus oscuros ojos, dinamizaban un rostro acentuado por su singular belleza. Ademanes febriles aderezaban su pueril semblante. Su cálida voz resonaba como un movimiento en allegro, al tiempo que su esbelta figura daba forma a su ser con la majestuosidad propia de una Afrodita cualquiera. Su apuesto transitar y su temple cercano completaban la mágica constitución de un cuerpo tallado a fuerza de genética y estilizado a razón de elegancia, cuales organismos simbióticos trazan juntos su destino vital.
            De repente aparecía, en mitad de un escenario, captando la atención de los allí presentes y arrancando la aclamación generalizada del patio de butacas. Comenzaba con el brío propio de su lozanía, un impactante monologo que abría el primer acto tras la solemne apertura del encarnado telón. En tenue contraluz y con los acordes suaves del claro de luna de Beethoven, su talle envuelto en vaporosa gasa satinada con remates negros realzaba su presencia e inundaba de ilusión y entusiasmo a todos sus atónitos oyentes. El tiempo era detenido a cada palabra, a cada gesto, a cada armónico movimiento, más si cabe. La platea sufría de su cautivadora seducción. En la atmósfera se había instalado ése aura persuasiva que favorecía la cohesión con su público. Los silencios fomentaban el creciente interés hasta alcanzar el estatus de embriagador deseo.    
            En el clímax de su actuación, ya en el segundo acto, una insinuación delicada, casi imperceptible, hizo acto de presencia en forma de guiño. El objetivo de dicha sugerencia no podía contener la emoción, al tiempo que el palpitar enérgico de su corazón tableteaba su pecho hasta hacerse doloroso. El incesante trasudado adornaba su frente y las pupilas midriáticas atestiguaban la magnitud de tamaña sugestión. Ella había elegido, y él había sido el elegido, el único privilegiado que podía sentir la incandescencia de sus carnosos labios y sus suaves caricias.
            Si tuviera que definir su historia de amor, lo volvería a hacer en clara alusión a una dulce e intensa representación teatral en el que el espectador percibe la lejanía de un sentimiento de reciprocidad con la estrella, sin olvidar las bellas sensaciones del amor correspondido, incluso por encima de varias candidaturas. Esa es la historia de su amor, con sus caprichosos avatares, con sus ilusiones renovadas. 

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Milagro de Navidad


          Me protegía recostado sobre la trinchera. Los esfuerzos por entrar en calor resultaban estériles, no recordaba una Navidad tan fría. Quizá porque era la primera que pasaba alejado del candor del fuego de leña de mi casa de Blyth, donde el aroma a carne asada saturaba mi olfato y el de mis hermanos. La cercanía al mar, sin duda, suavizaba las temperaturas. Recordaba a mi padre fumando en pipa absorto en la lectura de un viejo libro heredado, con las páginas sucias y las cubiertas rotas. La imagen de mi padre sermoneándonos sin alejar la mirada de la tragedia MacBeth, permanecía vívida en mi memoria a cientos de millas del hogar y rodeado de descarados escoceses. Estábamos cansados y el hambre se había instalado en la tropa del mismo modo en que los parásitos habitaban impunes nuestra piel. Me había acostumbrado al hedor de los cuerpos corrompidos que nos hacían compañía desde tierra de nadie. El fuego había cesado hacia horas y se respiraba una calma tensa que asustaba. Desde mi posición, divisaba al enemigo separado por cráteres y destrucción. Me asome de forma automática sumido en tétrica monotonía y quede fascinado al ver a los soldados alemanes colocar con inusual delicadeza unos árboles de Navidad que comenzaban a aderezar con velas. El desconcierto tardo poco en adueñarse del batallón. Nuestra respuesta fue espontánea. El cabo escocés Ferguson apartaba del paladar una ración de campaña para vociferar un sentido 'Feliz Navidad'. Todos le secundamos. La respuesta del enemigo fue inmediata. Se empeñaban en desearnos salud y felicidad. Execrable paradoja. De manera natural comenzamos a salir de las trincheras con la esperanza de no ser aniquilados por el fuego alemán. Ellos hacían lo mismo. Con paso dudoso y confianza creciente fuimos recorriendo la distancia hasta encontrarnos.
-Feliz Navidad-me sonrió un Feldwebel de ojos claros y grotescas dimensiones.
Nuestras manos se estrechaban al tiempo que otros soldados aprovechaban para dedicarse abrazos e intercambiar tabaco, whisky o botones.
            Las horas pasaron sin atisbo del sangriento encuentro que nos retenía al campo de batalla. Al día siguiente organizamos un partido de fútbol que todos disfrutamos. Combatientes alemanes librando una batalla deportiva que nada tenía que ver con el fuego que con tanta vehemencia nos dedicaban. Formamos equipo con escoceses, y algún que otro galo completó el grupo. El alto el fuego se prolongó durante todo el día. No dábamos crédito a lo que estaba sucediendo.
            El milagro que allí tuvo lugar, difícilmente podrá ser borrado de nuestra memoria. El milagro de la Navidad, donde desolación, dolor y muerte dio lugar a amistad y respeto.

 Todos confraternizamos en aquellos campos franceses en la Navidad de 1914 sin atender a banderas ni juramentos de lealtad, pero aquella Navidad fue muy efímera.


viernes, 2 de diciembre de 2011

Objetivo Lutecia


Amanecía en los campos de Mosela, los primeros rayos de luz se filtraban a través de las nubes y se reflejaban en las cristalinas aguas del río. La caballería se encontraba apostada con la salvaguarda de los frondosos bosques de robles. A Helmuth le apretaba el barboquejo de su casco prusiano y una gota de sudor frío le recorría todo el lateral de la cara. Fue entonces cuando el cruel pensamiento de no volver a ver a su hijo le impidió disfrutar de la suave brisa matutina que podía percibir en el estandarte situado unas filas por delante de él. El relincho nervioso de un corcel blanco le despertó de la lastimosa ensoñación de los juegos y las risas arrancadas de los labios de su hijo Otto en las praderas de su casa de campo en Könisberg, a orillas del río Pregel. Portaba su mosquete, largo y pesado, destinado a aquellos soldados vigorosos y mejor instruídos. El peso del equipo le asfixiaba y el aroma a muerte saturaba su olfato.
-¡A mi señal iniciaremos la carga de infantería por el flanco izquierdo!-gritó el Mariscal de Campo.
Estaba preparado para la carga, no era fácil a pesar de las enseñanzas y disciplina que desde su infancia había recibido. El sueño de su padre era lograr un verdadero soldado que sirviera a su patria con el fin último de reunificar los Estados Alemanes para convertir el reino de Prusia en un gran Imperio Alemán. Había crecido hostigado por los valores de su destino y estaba convencido que sólo así podría ganarse el reconocimiento de su pueblo. Ahora era diferente, un escalofrío le recorría la espalda mientras aguardaba, quizá sus últimos minutos. Llevaba casaca azul sobre chaleco y portaba espada al lado izquierdo, sus botas todavía estaban relucientes. Los minutos se hacían eternos, mientras procuraba ocupar la mente en pensamientos que a él le parecían muy lejanos. Recordaba una tarde cualquiera, al calor del hogar y la compañía de su joven esposa Ivette, recordaba su pelo rubio ondulado descansando sobre sus hombros, su piel tersa, sus cálidas sonrisas y sus miradas lascivas. Era cariñosa y él se había enamorado de ella desde el primer momento en que fueron presentados en una recepción al Barón Von Richthofen. En ese preciso instante, volvía al campo de batalla sobresaltado por el ascendente y armónico ruido de tambores. Insensibilizada por el miedo y la angustia, su mente sólo pensaba en la supervivencia. El único resquicio de esperanza era que la batalla acabara pronto o sufrir una herida que le retirara de la primera línea. Agazapados tras las retamas del bosque, gozaban de un lugar privilegiado para observar al enemigo. Este se desplegaba en perfecta falange, más con carácter intimidatorio, sobre una zona situada entre dos pequeñas colinas. La infantería portaba elegante con sus chaquetas tres cuartos azules con charreteras doradas, pantalones rojos y  gorras caladas a juego. El entusiasta ejército del General Patrice de Mac-Mahon, aunque numeroso, no estaba dotado con la disciplina y rigor que poseía la impresionante milicia prusiana. No poseían las cualidades en la lucha y la visión estratégica de la que hacían gala los alemanes pero mantenía intacto el honor por su patria y el convencimiento de un triunfo en Mars-la-Tour, e impedir así el avance hacia París de las tropas de Otto Von Bismarck y la capitulación de Napoleón III, emperador de Francia.
Desde su posición de privilegio, Helmuth miraba las hordas enemigas como si de un dibujo se tratara, a esa distancia no podía percibir los suaves movimientos de la infantería. Los estandartes franceses eran los encargados de romper el momento mágico, y a esas alturas comenzaban a desempeñar su función los tamborileros. Era cuestión de minutos, todo estaba listo. Su respiración se hacía más profunda a medida que se acercaba el execrable acto de destrucción. Su corazón palpitaba enérgico con la esperanza de salir indemne del fragor de la contienda. Miraba a su alrededor y las caras asustadas de los jóvenes soldados germanos, le hacía recapacitar de la idoneidad de la estrategia. Habían acordado que el batallón de fusileros atacara su flanco izquierdo para hacerlos replegar sobre su flanco derecho, entonces la caballería pondría todo su empeño en dar muerte al enemigo. Calculaban bajas pero el convencimiento por ganar la guerra pasaba por acabar con la resistencia en Lorena y avanzar, y para ello ese combate se antojaba esencial para lograr el objetivo de un Imperio soberano que dominase el viejo continente.
Entonces se paró el tiempo, Helmuth pudo ver cómo los clarines se acercaban peligrosamente a los labios de los soldados portadores y esa era, sin duda, la señal que daba paso a las hostilidades. Había llegado el momento, los clarines retumbaron atenuados por los cascos y los soldados de primera línea empezaron a correr directos hacia el enemigo mientras el terreno vibraba del estruendo. La consigna era que él diera fuego de cobertura a la primera y segunda línea de ataque y que procurara mantenerse en retaguardia. Le tranquilizaba el hecho que no lucharía cuerpo a cuerpo con los soldados que tenía enfrente, pues había desarrollado una feroz cautela con el objetivo de mantenerse indemne a lo largo de la batalla. El resto de la milicia prusiana debía proteger a Helmuth. El fuego de los cañones Krupp de 90 mm sorprendió a la infantería francesa y éstos caían en decenas con cada explosión, al tiempo que se acercaban a ellos los disciplinados soldados de infantería teutones haciendo uso de los pesados fusiles Dreyse. Los soldados franceses caían por cientos y aquellos que habían iniciado su enérgica carrera hacía la muerte habían desistido y se replegaban contra el cerro que quedaba a la derecha del bosque donde aguardaba la poderosa caballería prusiana. La admirable pero inexperta dedicación militar gala despertaba de su letargo disparando con sus fusiles de cerrojo Chassepot calados con bayoneta, que dada su letal potencia de fuego empezaba a hacer estragos entre los avezados alemanes. Para empeorar la situación, los cañones franceses comenzaban a escupir con la ira propia de los acontecimientos y parecía nivelar el duelo. Ahora, era el turno de la infantería a caballo, los granaderos y los mosqueteros que atacarían el flanco derecho  de las tropas del General Mac-Mahon. Toda la furia y la crueldad de la guerra caía sobre los soldados enemigos, entonces Helmuth pensó que no quisiera estar en esa posición que tan débilmente parecían defender los franceses.
Todo transcurría según lo previsto y además Helmuth seguía con vida tras los primeros enfrentamientos. Los combates se sucedían a velocidad de vértigo, esperaban un ataque más lesivo y mantenido de los franceses, la sorpresa inicial tuvo un conato de reacción hasta que entró en juego todo el poder del orgullo militar alemán guiados por su mariscal de campo. Éste, a lomos de un caballo árabe de capa crema empuñaba su espada mientras gritaba las órdenes a los distintos batallones. De repente un proyectil de cañón enemigo caía al lado de su caballo y la estrepitosa explosión sobresaltó a caballo y jinete, haciéndole caer de su montura con una violenta sacudida. Luchó por ponerse de pie enseguida y tomar su fusil para repeler el ataque de las unidades francesas que comenzaban a llegar hasta su posición. Tras varios disparos certeros notó un fuerte dolor en su muslo izquierdo y cayó de nuevo de espaldas. Fue entonces cuando pudo percibir el olor a sangre fresca que emanaba de su pierna izquierda y el intenso dolor que comenzaba a apoderarse de su ser. Una herida limpia en el muslo izquierdo vaticinaba el fin. Todo aquello por lo que había luchado, todos sus principios, todos sus ideales, el ver unificados todos los Ducados Germánicos para constituir el II Reich eran cercenados por ese fragmento de metal. Comenzaba entonces una oleada de sensaciones en lo más profundo de su mente. El dolor y la decepción jugaban con los principios prusianos de honor y fidelidad, entrelazándose, igual que una pareja se unía para dar porte elegante a un vals. Por entonces su corazón se aferraba a la vida mientras se agotaba su intelecto. Todavía tenía tiempo de percibir ese intenso olor a muerte en el campo de batalla, los bramidos de la artillería y los gritos de los hombres en el umbral de su apocalipsis personal completaban el espantoso lienzo de sensaciones que se había instalado en su alma. Justo antes de cerrar los ojos, tuvo tiempo para enorgullecerse de haber vivido bajo los principios de la aceptación del poder como autorrealización, de asimilar sus propias normas morales y de ser consciente de aceptar los acontecimientos tal y como le estaban sobreviniendo. Eso era, sin duda, un paso más para potenciar sus creencias de lo absurdo del arrepentimiento de los actos a pesar del dolor que pudieran causarle. Sólo de este modo podía tener una moral de nobles y podía alcanzar la supravivencia que alimentaba su razón de ser. Ya podía marchar tranquilo, pues tenía el convencimiento que su muerte sería un paso más para alcanzar la subliminalidad de sus principios.
Cuando el Mariscal de Campo exhalaba el último hálito de vida, la caballería cargaba duramente contra las huestes francesas obligándoles a una retirada humillante, no sin antes infligir un alto número de suertes supremas a los entusiastas soldados galos.
Mientras, Helmuth continuaba disparando su mosquete a los hombres que partían en retirada, podía observar como caían fulminados y quedaban muertos en posiciones ridículas. El batallón de fusileros se encargaban de evitar sufrimiento al enemigo herido, que yacían indefensos dada la gravedad de sus heridas. Todo había terminado y podía contar con el don de la vida tras la vorágine de destrucción y muerte. Un grupo de suboficiales se acercó a él y le sirvieron su caballo al mismo tiempo que uno de ellos entonaba:
-Generalfeldmarschall, el ejército francés se bate en retirada, hemos ganado la batalla. Puede subir a su caballo.
La estrategia de hacerse pasar por un soldado de infantería que quedara en retaguardia dando fuego de cobertura, mientras otro aristócrata prusiano usurpaba su posición de privilegio en combate, había resultado un éxito, pues sabía con certeza que las directrices del ejército contra el que iban a medir fuerzas era, sin duda, dar muerte al gran Mariscal de Campo Helmuth Von Moltke. Habían conseguido vencerles en un duelo decisivo para continuar su ofensiva sobre París y obligaban a las tropas y al General Mac-Mahon a replegarse hasta Chalons. París estaba más cerca y Napoleón III lo sabía.
Mientras se subía a la grupa de su caballo, observaba orgulloso la gran victoria, representada por la toma de Lorena. Un paso más hacia el ansiado objetivo de coronar a Guillermo I, un paso más hacia el Gran Imperio y un paso más hacia el poder como bandera en un entorno de muerte y destrucción, caldo de cultivo de odio y venganza que más tarde iba a tener consecuencias nefastas y que a buen seguro comprometía el equilibrio entre fronteras.

¿Austeridad moral?


La peor sensación que puede tener una persona es sentirse despojado de su capacidad para decidir, de su autonomía vital, de la libertad para tomar decisiones y tomarlas en pro de su propio bien. Este es el mal generalizado que azota el devenir de nuestra sociedad, abocada a una forma de vida basada en la imposición de unas normas sociales muy alejadas de las legítimamente correctas. Una forma de entender la interactuación entre iguales que se aleja de la idea de personalización en el contexto amplio de la palabra. A menudo observamos, cómo las jóvenes generaciones se corrompen en la pérdida de valores, sumergidos en el egoísmo y potenciado por la falta de disciplina por parte de los encargados de labrar una educación adecuada  y que vele por el respeto hacia los demás. A menudo observamos, cómo las personas se autoimponen el perfeccionismo, olvidando la realidad con sus coyunturales circunstancias, desechando cualquier idea de conformismo, y no contentos con ello, proclaman su desdicha aún a riesgo de caer en la arrogancia y con ello, en la desazón de los más desfavorecidos. No me produce tranquilidad alguna ver cómo el respeto, la educación o el cumplimiento de unas normas básicas de convivencia se sumergen en la laguna del desprecio.
Como reza el dicho, permitir una injusticia significa abrir el camino a todas las que siguen. Y en esto, juega un papel importante el redil, donde la mayoría se encuentra y donde la sociedad decide abandonar su propia conciencia a expensas del criterio de la mayoría. Las personas pueden adoptar el rol de borregos, y esto no es malo hasta que dichas actuaciones interfieren en el lógico devenir de las relaciones interpersonales, que han de estar basadas en el derecho a ser respetado y en el derecho a la libre autodesignación dentro de la sociedad, siempre y cuando el posicionamiento potencie el motor que suponen los verdaderos valores morales para alcanzar la excelencia de la sociedad, que en la actualidad se encuentra lejos, muy lejos de alcanzar los objetivos propuestos.
En este contexto, caemos en el error de dejarnos alienar por el rebaño y por las voces que desde la prensa se divulgan como potente maquinaria propagandística. Las personas llegan a situaciones en que han olvidado su propia determinación y ésta es suplantada por los personajes que emanan del ente que maneja los hilos de la sociedad.  Lo dicho, es muy triste asistir al desmoronamiento de una estructura cultural y social en el que cada miembro ha decidido abandonar el sendero de la cordura y ha decidido sobrepasar los límites de su libertad, coartando la libertad del prójimo. En esto, como en la mayor parte de toda esta problemática, queda patente el germen de desconfianza en la clase dirigente y el delirio de aquellos a los que se encomienda la responsabilidad de afianzar los valores en esta sociedad que se desmorona como un castillo de naipes.